Tiene la F1 lances muy difíciles de explicar, quizá los que hacen que las carreras sean apasionantes, inciertas y de complicada predicción, por mucho que un ejército de ingenieros se empeñe en diseñar por ordenador un Gran Premio curva a curva, metro a metro. Fernando Alonso se pasó ayer 54 giros acelerando para frenar. Paradojas de una máquina de 10.000 piezas que decide liberar de sus funciones a media caja de cambios y obliga al piloto a investigar soluciones de urgencia cuando vive rodeado de monoplazas y la vida circula ante sus ojos a 300 kilómetros por hora. Y luego, cuando se ha acostumbrado a circular sobre el alambre, cuando la improvisación se ha hecho rutina porque lleva cerca de hora y media pilotando de forma artesanal, el motor se para a sólo dos vueltas del final. Revienta, dice que no aguanta más, que hasta aquí hemos llegado y deja al piloto con cara de no entender qué diablos pasa. De nada le valió el sufrir vuelta a vuelta tirando de un particular punta-tacón, la vieja y socorrida técnica de los rallies.
Además está la lluvia, que en realidad no estuvo aunque todos la esperaban y temían en Malasia para un Gran Premio que se disputó en seco, en húmedo más bien, bajo un calor y una humedad asfixiantes.
Con los dos Ferrari preocupados de escalar hasta los puntos desde el fondo de la parrilla y con ambos McLaren lastrados en una situación similar, el terreno fue sencillo para el doblete de Red Bull. Vettel y Webber cruzaron en los dos primeros lugares y pudieron regalar a su equipo el primer doblete de la temporada. En el paddock todos los señalan como los más rápidos pero hasta ahora no habían podido festejarlo descorchando el champán.
Alonso inició su ritual previo a la carrera en un lugar extraño. Hacía seis años que no salía desde tan atrás. Con la visera bajada, hundido ya dentro del monoplaza, Alonso lo veía todo muy lejos. Una sucesión de alerones y 140 metros perdidos con el primer coche de la fila, que era el Red Bull de Webber.
Se abrió la veda y el asturiano se lanzó a devorar monoplazas, con el caracol de las dos primeras curvas en la cabeza y la idea de ganar unas cuantas posiciones en el primer intercambio de golpes.
En la larga recta de Sepang puso al galope los 750 caballos de motor Ferrari. Para la brutal frenada de la primera curva colocó la segunda marcha, a la espera del latigazo del motor, a la vez que le daba un pisotón seco al freno. Pero la marcha no entró y el F10 se quedó como muerto, sin fuerza. En cuestión de segundos, el asturiano entendió lo que debería hacer durante el resto de la carrera.
Aceleró en vacío y la marcha engranó. Grave problema de cambio al canto y nueva preocupación para cada curva. Sin freno-motor, tenía que acelerar en cada giro para lograr que su caja de cambios bajase la relación de marchas. Un suplicio para el pilotaje, una pérdida de tiempo a la hora de encarar cada viraje y, sobre todo, una losa a la hora de proponer adelantamientos.
«Es impresionante que Fernando haya podido luchar por los puntos hasta el final bajo esas condiciones de pilotaje», reconoció al final de la carrera el jefe de Ferrari, Stefano Domenicali.