Estaba Montmeló como dormido, anestesiado por el monótono vuelta a vuelta bajo la dictadura de Mark Webber. Asumían los 98.000 de las tribunas que Fernando Alonso terminaría cuarto, igual que había comenzado. Que Webber ganaría su primera carrera de la temporada, que Hamilton sería segundo tras guiar por raíles al McLaren y que el tercer escalón sería para Vettel. El asturiano no les había podido ofrecer una gran carrera. Pronto se había visto en tierra de nadie, demasiado lejos del tercero y a salvo del acoso de Michael Schumacher, que esta vez sí que era mejor que su compañero Rosberg.
Se animó algo la platea cuando Vettel tuvo que pasar a los garajes por segunda vez para un cambio de neumáticos que entregaba el podio en bandeja al asturiano. Por entonces Alonso había prendido la mecha. No tenía muchas esperanzas de que llegase a explotar. Su hoja de ruta señalaba medio centenar de giros calzado con los neumáticos duros. Los había dosificado con mimo, los cuidó, trató bien al F10, que le fue entregando una por una todas sus prestaciones en una pista adversa, exigente con la aerodinámica, la asignatura pendiente de Ferrari.
Pero al ídolo local no le quedaba tiempo. Necesitaba cerca de veinte vueltas para arañarle medio segundo, así que era imposible restar una diferencia que siempre andaba entre seis y siete. Y eso que Alonso llegó a señalar tres veces la mejor vuelta provisional de la carrera. Fue ahí cuando se puso a prueba y comprobó que lo tenía crudo para mejorar.
Al fin y al cabo, el cuarto puesto, luego el tercero cuando las gomas de Vettel dimitieron, era ya un éxito para el fin de semana en que Red Bull parecía de otro planeta.
Y en esas cábalas andaba el piloto, convencido de que todo el pescado estaba vendido, cuando la suerte fue a visitarle. Más bien fue la desgracia la que se arrimó a Lewis Hamilton. El inglés tenía la segunda posición amarrada y ya se veía junto a Button al frente de la clasificación. La tenacidad de Alonso ni siquiera le inquietaba. A diez vueltas del final, el asturiano se entregaba y le colocaba siete décimas al inglés. Pero la distancia era de siete segundos largos. Sideral.
En esa cómoda cadencia siguieron rodando camino de la bandera a cuadros hasta que el susto se le metió en el cuerpo a Hamilton. «Noté algo en el volante, no sé qué, porque el coche había ido perfecto toda la carrera, como la seda», dijo. De la zona delantera izquierda saltó una pieza y su neumático reventó. A la grava. Cero puntos. Explosión en las tribunas. Júbilo que no queda muy claro si llegaba por la desgracia del inglés, el eterno rival de aquella pelea bajo del techo de McLaren, o por ver a su Fernando subir un peldaño más y poner el campeonato en un pañuelo. «Son puntos dobles, los nuestros y los que no tiene nuestro principal rival». Lo dijo Stefano Domenicali, el jefe de Fernando Alonso. Su espejo es McLaren y no hay Red Bull que valga. Los de las alas son extraordinariamente rápidos los sábados, pero los domingos no terminan de concretar. Ayer doblaron en el podio, sí, pero tanto dominio no tiene reflejo en la general, en la que están detrás de Button y Alonso.